Este artículo fue escrito originalmente para Coalición Por El Evangelio.
Hace poco hablaba con un muy buen amigo que es parte del liderazgo en una iglesia en los Estados Unidos. Él me hizo algunas preguntas referentes a situaciones que están viviendo en su congregación. Luego de hablar sobre lo que Mateo 18 dice sobre el manejo de conflictos y cómo manejarlos dentro de la iglesia, oramos y leímos la Palabra juntos.
Esta situación me hizo pensar en algunas de las experiencias que he tenido dentro del liderazgo de iglesias, pero también dentro del liderazgo de todo tipo de organizaciones. En el año 2014 se publicó un artículo presentando que 8 de cada 10 iglesias (aproximadamente 400,000) en E.E.U.U están decreciendo o estancadas. Una de las respuestas que se da al problema principal en el artículo habla sobre la revitalización del liderazgo de la iglesia. Ese mismo tema es tocado de alguna manera en el libro Los Generales de Dios, que describe a detalle el liderazgo de muchos hombres y mujeres a lo largo de la historia de la iglesia, sus éxitos y fracasos.
A continuación describo tres señales que he aprendido, a través de la historia y por experiencia, que nos pueden anunciar que el fin de un ministerio puede estar cerca.
1. Olvidamos nuestras disciplinas espirituales
Muchas veces al momento de tener demasiadas cosas, proyectos, ideas, y situaciones por hacer, planificar, organizar o delegar, se nos olvida por completo que lo que al final sostiene, nutre, mantiene y motiva nuestro llamado es nuestra vida devocional. Si bien nuestra responsabilidad como líderes es el cuidarnos físicamente y tener hábitos saludables, esa responsabilidad se extiende al punto de reconocer que no es por nuestra habilidad o poder que ejercemos el ministerio. Pablo escribe en 2 Corintios 3:5 “No que seamos suficientes en nosotros mismos para pensar que cosa alguna procede de nosotros, sino que nuestra suficiencia es de Dios”. El vivir una vida devocional basada en nuestras disciplinas espirituales nos empujará a recordar constantemente nuestra posición delante de Dios y ante los hombres. Esto será siempre la raíz de nuestra adoración a Dios y amor, servicio y humildad ante los hombres.
A través de nuestras disciplinas espirituales nos vemos siempre obligados a recordar y predicar el evangelio a nosotros mismos. Si no entendemos esto, estaremos constantemente buscando nuestro valor, significado, sentido, descanso e identidad a través de otras cosas, personas o experiencias. De manera especial, la tentación para el líder cristiano es encontrar esta identidad en el éxito ministerial. Si no alimentamos nuestra alma con las verdades profundas del evangelio, difícilmente vamos a poder cumplir con la tarea de alimentar y cuidar al rebaño de Dios. Tal vez podamos pretender por un buen tiempo, pero el Señor, en su gracia, nos va a traer de vuelta a sus pies; muchas veces a expensas de nuestro aparente éxito.
2. Olvidamos nuestro primer ministerio
He visto y conocido de muchos casos en donde la excusa primaria del líder es “Yo estoy haciendo la labor de Dios y Dios se ocupa de mi familia”. Esta es una mentira terrible. A través de las palabras inspiradas por su Espíritu en el Apóstol Pablo, Dios escribe claramente en Efesios 5 que nuestra labor como esposos es amar, cuidar, servir y hacer de nuestras esposas lo que Cristo mismo hizo con su iglesia. Incluso nos pone el parámetro: “…entregó su vida por ella” (Ef. 5:25). Nuestro llamado no es el dar la vida por el ministerio eclesiástico: es a dar la vida por nuestra familia. De hecho, ese es uno de los requisitos que la Biblia describe para el liderazgo de la iglesia: “… si no puede dirigir su propia casa, ¿cómo podrá cuidar de la iglesia de Dios?” (1 Tim. 3:5).
El querer y anhelar pasar más tiempo en el ministerio de la iglesia que en nuestro principal ministerio, el hogar, denota una actitud pecaminosa que debemos de confesar y arrepentirnos. Cualquier pastor en esta situación hasta se jactaría de su fidelidad al ministerio eclesiástico, pero creo que bíblicamente no puede decir lo mismo de su fidelidad hacia su esposa y familia. No permitamos que la iglesia tome el lugar que solo nuestra esposa y familia deben de ocupar. No engañemos a nuestra familia con la novia de Cristo.
3. Olvidamos lo que significa ser humilde: escuchar y actuar
Una de las más grandes experiencias que el ministerio me ha dejado sobre lo que no se debe de hacer dentro del liderazgo de la iglesia es cuando conocí a dos personas las cuales al inicio de su ministerio eran sumamente abiertas a las voces de quienes consideraban que les amábamos lo suficiente para darles nuestra opinión o hablarles la verdad de lo que sucedía. Sin embargo, conforme el tiempo fue pasando, se empezaron a rodear de personas con un exceso de admiración por ellos, al punto de nunca llevarle la contraria en nada, mucho menos de cuestionarles o tener una opinión diferente. Recuerdo que en el momento en que alguien tenía una opinión diferente, existían dos posibilidades: O todas las personas miraban de forma despectiva e incomoda a quien llevaba una opinión contraria, o la lucha era de forma pasiva agresiva. El líder nunca quería perder ni reconocer que pueden y existen mejores ideas, opiniones y opciones que la propia.
Si en nuestro caminar ministerial nos topamos en constantes situaciones en donde todos opinan igual que nosotros, o peor aún, opinan diferente, pero al final siempre se termina haciendo lo que nosotros proponemos u opinamos, tengamos cuidado. No estamos siendo conscientes del daño que estamos trayendo no solo a esos corazones sino al cuerpo de Cristo. Y si te estás preguntando qué hacer si consideras que siempre tienes la razón o tu opinión es la que consideras la mejor opción, te recomendaría arrepentimiento, que confieses tu pecado, y que prepares las circunstancias para no volverlo a hacer. Rodéate de gente madura, que te amen lo suficiente para poder hablar la verdad con gracia, y sé humilde para reconocer que muchas veces el denominador común en cada problema de la iglesia puedes ser tú. Recordemos que escuchar no significa simplemente darles una cita para que hablen. Significa que tenemos toda la responsabilidad y el deber de poner un plan de acción a lo que se habló y discutió. Si no pensamos hacer nada al respecto más que oírles, no estamos escuchando, solo mal gastando nuestro tiempo.
Se requiere de un carácter bíblico (1 Tim. 3, Tito 1, 1 P. 5) para no olvidar estas cuestiones tan importantes y ser verdadera y bíblicamente humildes. Esta humildad nos lleva a reconocer de quién proviene todo lo que necesitamos, por quiénes estamos llamados a dar nuestra vida, y a realmente escuchar a quienes Dios ha puesto cerca de nosotros. Si no somos humildes para reconocer esto, realmente no estamos siendo responsables con el llamado que Dios nos dio de apacentar a sus ovejas (Jn. 21:15-17).